La toma de desiciones
En la toma de las peores desiciones posibles he sido un maestro. Me muevo con un impulso y una agresividad que yo pocas veces he visto en mis congéneres. No hace falta escarbar demasiado en mi psique para saber hacia qué lado voy. Cuando era un niño, mi padre me dijo: Vilito Capotito, vas a terminar mal. Una sentencia bastante determinante para mis 12 años de edad. Nunca lo comprendí. Yo creía que era un buen tipo, iba a misa de gallo los domingos y me hacían sentarme en la fila de los niños, aprendí fácilmente las oraciones y hasta me di el lujo de inventarles nuevas líneas. Sin embargo, nunca le perdoné a mi progenitor haberme contado el final de la historia. Como una mala película que revela su final antes de la mitad, vivía molesto por la seguridad con que esas palabras caían sobre mi espalda. Recuerdo mi primer trabajo. Vendía dulces en la puerta de mi casa. Era un juego, pues terminé comiéndolos e invitándolos a mis amigos. No le tomé importancia, después de todo, sólo eran dulces. Pero mi padre me dijo: No sirves para nada. Cómo que no servía para nada, si los dulces yo los había comprado (pero con el domingo, y al parecer, ese tampoco me pertenecía; era una deuda, un préstamo de mi sangre para mis años verdes). Ya de más grande, a los 14 ó 16, opté por olvidar sus palabras, empero, siempre regresaban hacia a mí. Cuando tuve mi primer novia, y quería presumirla en mi casa, momentos antes de que ella llegara, mi padre me dijo: Quiero ver con qué cosa te metes, estás bien feo, quién te va a hacer caso. Cuando llegó la Mercedes, quinceañera y con la belleza que da esa edad, mi padre se la pasó diciéndo lo bien que él trabajaba, y lo poco que yo hacía a pesar de que él siempre me había apoyado. Yo no lo odié, mucho. Pero, dejamos de hablarnos. Ahora, soy un adulto, o algo así, y sus palabras siguen pesando. En esta parte del discurso, debería decir que los padres tienen un poder sobre los hijos, y que deberían quererlos y no fastidiarlos como a mí. Pero, el único problema, es que mi padre tenía razón. Su problema, era tener la razón, exactamente igual a mí. la diferencia entre yo y él, es el lado en que se sitúa. Él hablaba de mí, y yo... también. Antes de venir a Cabo, "mi prenda amada" (Trilcita ditxi... y muchos también ditxins) me dijo, no te vayas a olvidar de mí. Te quiero de regreso. Yo le contesté. A estas alturas del partido, dudo más de que tú me dejes de amar a yo dejarte. Y saben, no me equivoqué. Tuve la maldita razón. En esta parte del relato, debo poner unos versos que leí de Orlando Guillén donde parafraseaba a otro autor, que por pereza mental no me importa recordar, y donde dice: Sí, una vez me equivoqué, pero ya hace mucho de eso. Qué tristeza, el saber el final de tu vida. Que mala película. Que diálogos tan trillados y poco confiables, que mal reparto, el guionista no hizo bien su trabajo, el escenógrafo estaba ebrio, el director faltó y la princesa, dejó su vestido blanco, se puso una bata y colgó en su cuello un estetoscopio. Sólo hace falta, que apaguen las cámaras y el actor principal, se quede solo, en el baño llorando, la cruenta vida. |
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home